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EL MODO DE ORACIÓN DE SANTA TERESA

“Por esta vía llegan más presto a la contemplación”

 

“El cristiano del futuro o será un "místico", es decir, una persona que ha "experimentado" algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión personales” (K. RAHNER, “Espiritualidad antigua y actual”, en Escritos de Teología, t. 7, Madrid 1969, p. 25).

1. TERESA, MAESTRA DE ORACIÓN

 

Lo mejor del magisterio teresiano, su aportación más valiosa en la historia de la espiritualidad, es haber descubierto la experiencia contemplativa como centro y eje de la vida cristiana, como el corazón mismo de la fe, cosa que tal vez hoy puede dar la impresión de una enorme obviedad, de haber sido algo así como el descubrimiento del Mediterráneo. ¿Acaso no estaba ya bien claro el ideal contemplativo en el Evangelio: “en esto consiste la vida eterna, en que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3); “una sola cosa es necesaria” (Le 10,42); etc.? Sí, pero en el siglo XVI, en aquellos “tiempos recios” (V 33,5), la práctica efectiva de la oración personal estaba bajo mínimos, sometida a toda clase de sospechas y limitaciones, de la que se pretendía excluir a los laicos (sobre todo a las mujeres) y la mayoría de las veces reducida a ritos externos, a la mera repetición de rezos y devociones, no pocas veces contaminados de rasgos supersticiosos (V 6,6; 13,16). De ahí que fuera necesario -resultó decisivo- el descubrimiento teresiano de la oración, a través de la cual descubrió también a Cristo como amigo (V 8,5; 37,6), para que el núcleo de la vida cristiana, sepultado bajo un montón de escombros acumulados por la historia, apareciera de nuevo, recobrara su brillo y pasara a ocupar el lugar central que le corresponde.

 

Y esto fue posible porque ese descubrimiento teresiano de la contemplación no se redujo a la mera afirmación y justificación de su importancia, sino porque fue un descubrimiento eminentemente práctico, pedagógico, accesible para todos. Así lo recordó Pablo VI en 1970 al reconocerle oficialmente el título de Doctora de la Iglesia: “Los secretos de la oración. Su doctrina está aquí. Ella ha tenido el privilegio y el mérito de conocer estos secretos por el camino de la experiencia. Teresa ha tenido el arte de exponer estos mismos secretos, hasta el punto que merece clasificarse entre los maestros más conspicuos de la vida espiritual. Por consentimiento unánime, se puede decir, estaba ya admitida esta prerrogativa de Santa Teresa, de ser madre, de ser maestra de las personas espirituales. Nos lo hemos convalidado ahora, actuando de suerte que, adornada con este título magistral, ella tenga una misión más autorizada que cumplir, en su familia religiosa, en la Iglesia militante y en el mundo, con un mensaje perenne y presente: el mensaje de la oración” {Ecclesia 30 (1970) p. 1931).

 

La oración, en efecto, fue el hilo conductor de su experiencia mística y es el argumento central de todos sus escritos, en los que tomando por destinatario inmediato a sus monjas, religiosas contemplativas que debían ejercitarla muchas veces a lo largo del día, pues “tenemos de constitución tenerla tantas horas” (1M 2,7; CV 4,2; 17,1; 21,10), se dirige a todos con la explícita intención de “engolosinar” a sus lectores (V 18,8), de acompañarlos en esa travesía. Y eso, curiosamente, sin proponerles ningún método concreto, tan sólo hablando de su personal “modo de oración”, del “modo de proceder que llevaba en la oración” (V prólogo 1; 4,7; 7,17; 9,4; F 2,3), y del que ella está firmemente convencida de ser enseñado por Dios: “Hame enseñado el Señor un modo de oración que me hallo en él más aprovechada, y con muy mayor desasimiento de las cosas de esta vida, y con más ánimo y libertad” (CC 2,2); “de mí os confieso que nunca supe qué cosa era rezar con satisfacción hasta que el Señor me enseñó este modo” (CV 29,7; V 12,6).

Por de pronto hay que decir que ese “modo de oración” fue el feliz resultado de un largo fracaso, después de dieciocho años de auténtica tortura por los caminos de la meditación discursiva que le proponían los autores espirituales de la época: “Ahora me parece que proveyó el Señor que yo no hallase quien me enseñase, porque fuera imposible -me parece- perseverar dieciocho años que pasé este trabajo, y en éstos grandes sequedades, por no poder, como digo, discurrir” (V 4,9). Se trataba, según ella, de “discurrir mucho con el entendimiento, sacando muchas cosas de una cosa y muchos conceptos” (V 13,11; 6M 7,10); una actividad intelectual en la que “está todo el negocio en el pensamiento” (F 5,2), cuyo ejercicio requería una forma lógica de pensar, un “entendimiento obrador”, “concertado” (V 13,12; CV 19,1) y una imaginación visual capaz de alimentar el discurso con imágenes evocadoras. Pero aquel método no estaba hecho para ella: “El subir con el pensamiento a pensar cosas altas del cielo o de Dios y las grandezas que allá hay y su gran sabiduría, yo nunca lo hice, que no tenía habilidad, como he dicho” (V 12,4), “porque no me dio Dios talento de discurrir con el entendimiento ni de aprovecharme con la imaginación” (V 4,7). No niega su validez para otros, e incluso lo califica de “buen camino” (CV 19,1), aunque tampoco oculta que si por él van bien es, sencillamente, “porque no se les ha dado más” (4M 1,6).

 

Pues bien, este otro “modo de oración” del magisterio teresiano, por el que según ella se “llega más presto a la contemplación” (V 4,7), el que ella misma enseñó a sus monjas con tanto acierto —”son tantas las mercedes que el Señor hace en estas casas, que si hay una o dos en cada una que la lleve Dios ahora por meditación, todas las demás llegan a contemplación perfecta” (F 4,8)-, y del que nos habla por doquier en sus escritos, es el que pretendemos exponer aquí de la manera más clara y teresiana posible, con el sabor de sus propias palabras.

 

2. AYUDAS INICIALES

 

El camino de la oración hay que tomárselo en serio, con realismo y sirviéndose de todos los medios posibles.

 

a) Libros.

 

Sirven para concentrarse y ofrecen materia de meditación. “Es bueno un libro para presto recogerse” (V 9,5). “También es gran remedio tomar un libro de romance bueno, aun para recoger el pensamiento, para venir a rezar bien vocalmente” (CV 26,10). Su experiencia en este caso es clara: “En todos estos (dieciocho años), si no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro. Con este remedio, que era como una compañía o escudo en que había de recibir los golpes de los muchos pensamientos, andaba consolada” (V 4,9; CV 17,3). “En tomando el libro me recojo, en contentándome, y así se va la lección en oración” (CC 1,11). El Evangelio fue siempre su recurso más eficaz: “Siempre yo he sido aficionada y me han recogido más las palabras de los Evangelios que libros muy concertados” (CV 21,4).

 

b) Naturaleza

La naturaleza es un sistema de signos que hablan de Dios y que, por lo mismo, llevan a él: “Aprovechábame a mí también ver campo o agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria del Criador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro” (V 9,5). La vieja tradición de ver el universo como un libro que cuenta las maravillas de Dios, se hace en Teresa plenamente operativa: “No me hallo cosa más a propósito para declarar algunas de espíritu que esto de agua; y es, como sé poco y el ingenio no ayuda y soy tan amiga de este elemento, que le he mirado con más advertencia que otras cosas; que en todas las que crió tan gran Dios, tan sabio, debe haber hartos secretos de que nos podemos aprovechar, y así lo hacen los que lo entienden, aunque creo que en cada cosita que Dios crió hay más de lo que se entiende, aunque sea una hormiguita” (4M 2,2). De ahí su consejo reiterado a la priora de Sevilla sobre las condiciones materiales de la casa y otros elementos favorables a la contemplación: “siempre advierta que es menester vistas más que estar en buen puesto, y huerta si pudieren”, porque el “tener huerta y vistas, para nuestra manera de vivir es gran negocio” (Cta a María de San José, 8-9 febrero 1580, 10; 3 abril 1580, 8).

 

c) Maestro. 

 

Ella, cuando más lo necesitaba, no lo tuvo: “Yo no hallé maestro -digo confesor-que me entendiese, aunque le busqué, en veinte años después de esto que digo, que me hizo harto daño para tornar muchas veces atrás, y aun para del todo perderme” (V 4,7). Quizá por eso comprendió mejor su importancia: “Así que importa mucho ser el maestro avisado, digo de buen entendimiento, y que tenga experiencia; si con esto tiene letras, es grandísimo negocio” (V 13,16). De no hallarse maestro con las tres cualidades -de buen entendimiento, con experiencia y letras-, Teresa recomienda a los experimentados para los comienzos y a los letrados para las etapas ulteriores. Y en cualquier caso que tengan miras altas, que no lleven el alma a la rastra: “han de mirar que sea tal que no los enseñe a ser sapos, ni que se contente con que se muestre el alma a sólo cazar lagartijas” (V 13,3), “no traer el alma arrastrada, como dicen, sino llevarla con suavidad para su mayor aprovechamiento” (V 11,16).

 

d) Amigos.

 

“Gran mal es un alma sola entre tantos peligros” (V 7,20). Con esta expresión angustiada resume el capítulo más largo y dramático de su vida espiritual. De ahí que a renglón seguido aconseje lo siguiente: “Por eso aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo” (V 7,21). “Crece la caridad con ser comunicada, y hay mil bienes que no los osaría decir si no tuviese gran experiencia de lo mucho que va en esto” (V 7,22).

 

3. BASES FUNDAMENTALES

 

Más importante que los medios y los recursos son las virtudes, pues el secreto de la oración no está en los elementos externos sino en la integridad del orante. Si la oración es la expresión del amor, experiencia de amistad, habrá que fundamentar esa experiencia sobre unas bases que hagan más sólida la oración, “porque para ser verdadero el amor y que dure la amistad hanse de encontrar las condiciones” (V 8,5).

 

Las virtudes son esas disposiciones indispensables para el ejercicio de la oración, a la vez que frutos de vida, efectos de la misma oración, en los que se muestra su veracidad. Como disposiciones, Teresa las presenta en el Camino de Perfección resumiéndolas en la tríada teologal (CV 4,4). Veamos, pues, estas condiciones que según ella “son necesarias tener las que pretenden llevar camino de oración”, de manera que “es imposible, si no las tienen, ser muy contemplativas, y, cuando pensaren lo son, están muy engañadas” (CV 4,3).

 

a) Amor.

 

La oración en su esencia es la puesta en acto del amor de Dios, el amor de Dios en ejercicio: “no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho” (4M 1,7; F 5,2), de manera que “no son menester fuerzas corporales para ella, sino solo amar y costumbre” (V 7,12), y los que la ejercitan son “siervos del amor, que no me parece otra cosa determinarnos a seguir por este camino de oración al que tanto nos amó” (V 11,1). “Quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios” (4M 1,7). Y la más cierta señal de que amamos a Dios “es guardando bien la del amor del prójimo; y estad ciertas que, mientras más en éste os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene que, en pago del que tenemos al prójimo, hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras; en esto yo no puedo dudar” (5M 3,8).

 

b) Desasimiento

 

Que es espíritu de pobreza y sinónimo de libertad. No estar atado a nada ni a nadie: “No consintamos, ¡oh hermanas!, que sea esclava de nadie nuestra voluntad, sino del que la compró por su sangre” (CV 4,8), pues el asimiento a cosas, personas o a sí mismo impiden cualquier actitud de entrega, y sin la entrega total la oración se queda en buenas palabras, en deseos ineficaces. “Con libertad se ha de andar en este camino, puestos en las manos de Dios. Si Su Majestad nos quisiere subir a ser de los de su cámara y secreto, ir de buena gana; si no, servir en oficios bajos y no sentarnos en el mejor lugar, como he dicho alguna vez. Dios tiene cuidado más que nosotros, y sabe para lo que es cada uno. ¿De qué sirve gobernarse a sí quien tiene dada ya toda su voluntad a Dios?” (V 22,12; 4M 2,10).

 

c) Humildad.

 

Lo sabemos de sobra, “humildad es andar en verdad” (6M 10,8). No son los encogimientos, las cobardías, los espíritus ñoños, la melancolía, etc.; todo eso lo desenmascaró Teresa como “almas cobardes con amparo de humildad” (V 13,2). La humildad es signo de autenticidad, por eso “espíritu que no vaya comenzado en verdad, yo más le querría sin oración” (V 13,16). “Y como este edificio todo va fundado en humildad, mientras más llegados a Dios, más adelante ha de ir esta virtud, y si no, va todo perdido” (V 12,4; 7M 4,8).

 

d) Fortaleza. 

 

En la peculiaridad del lenguaje teresiano se llama “una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los grandes trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo” (CV 21,2). Entre las numerosas razones que justifican tal determinación (además del contexto social y de su enfrentamiento con quienes pretendían robarle el derecho femenino a la vida espiritual, amparados en la peligrosidad de las mujeres orantes), la primera de todas es el firme convencimiento de que la oración es un don de Dios y que él nunca se deja ganar en generosidad, o mejor, del amor de Dios que se nos da del todo y no puede ser correspondido con la donación a medias de nuestra parte. Por eso, es verdad que el camino de la oración exige esfuerzo, constancia, pero se trata de un esfuerzo de consentimiento a una fuerza de atracción que nos precede: “Y como él no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le damos; mas no se da a sí del todo hasta que nos damos del todo” (CV 28,12).

 

4. MÉTODO DE RECOGIMIENTO

 

Teresa vio el peligro, particularmente entre los letrados, de identificar la oración con una actividad intelectual: “algunos he topado que les parece que está todo el negocio en el pensamiento, y si éste pueden tener mucho en Dios, aunque sea haciéndose gran fuerza, luego les parece que son espirituales; y si se divierten, no pudiendo más, aunque sea para cosas buenas, luego les viene gran desconsuelo y les parece que están perdidos” (F 5,2). Ante ese peligro intelectualista de la meditación discursiva, en que “no les parece que ha de haber día de domingo ni rato que no sea trabajar en componer razones” (V 13,11), Teresa reaccionó diciendo que “la sustancia de la perfecta oración” no está en el pensamiento sino en el amor, “que el alma no es el pensamiento ni la voluntad es mandada por él”, “por donde el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho” (F 5,2; 4M 1,7). De ahí su famosa definición: “que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8,5).

 

Precisamente por ser expresión del amor, Teresa, tan poco amiga de fórmulas, no quiso encorsetar la oración en ningún método, dejando amplia libertad al orante: “y así, lo que más os despertare a amar, eso haced” (4M 1,7). Y pensando en los que no pueden discurrir con el entendimiento, pero que tienen otras capacidades mejor desarrolladas para la oración que el discurso mental, propone su “modo de proceder”, la que ella llama “oración de recogimiento” y que define así: “llámase recogimiento porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios” (CV 28,4), de manera que, “aunque sea vocalmente, con mucha más brevedad se recoge el entendimiento y es oración que trae consigo muchos bienes” (ibid.). Se trata, pues, de recogerse hasta trascenderse, de adentrarse con Dios en el centro más secreto de uno mismo para encontrar allí el secreto originario de Dios y del hombre: Jesucristo, “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). Según esto, se puede hablar entonces de un recogimiento activo y de un recogimiento pasivo

 

a) Recogimiento activo: 

 

“Representar a Cristo dentro de mí”. El recogimiento es capacidad de escucha, de ponerse en actitud receptiva, en un clima de silencio y de calma interior. Este ejercicio de concentración “no es cosa sobrenatural, sino que está en nuestro querer y que podemos nosotros hacerlo” (CV 29,4). ¿Cómo? Tomando conciencia de que Dios está ahí y yo delante de él: “que comience a pensar con quién va a hablar y quién es el que habla, para ver cómo le ha de tratar” (CV 22,3). Para eso “es bueno un libro, para presto recogerse” (V 9,5; CV 26,10), y especialmente el Evangelio, por supuesto (CV 21,4).

Así lo hacía ella: “Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro Bien y Señor, dentro de mí presente” (V 4,7); “tenía este modo de oración, que, como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí” (V 9,4). Y así lo aconsejaba a sus monjas: “Representad al mismo Señor junto con vos y mirad con qué amor y humildad os está enseñando” (CV 26,1); “se representen delante de Cristo, y sin cansancio del entendimiento se estén hablando y regalando con él, sin cansarse en componer razones” (V 13,11).

 

A los que aun así no son capaces de concentrarse o “no se pueden recoger ni atar los entendimientos en oración mental ni tener consideración” (CV 24,1), les aconseja rezar vocalmente el Padrenuestro, poniendo “el entendimiento y el corazón en lo que decís” (CV 21,10), que por este camino se puede llegar a la contemplación: “Y porque no penséis se saca poca ganancia de rezar vocalmente con perfección, os digo que es muy posible que estando rezando el Paternóster os ponga el Señor en contemplación perfecta” (CV 25,1; 30,7).

 

Esta representación interior que propone Teresa es un ejercicio de fe y amor, no consiste en una evocación imaginaria, en reproducir una imagen visual, sino en avivar la fe que percibe sin ver la presencia de Cristo. La fe tiene sus propios "ojos" que permiten una determinada forma de "visión". Hablando nuevamente de sí misma, dice: “Sé de esta persona que muchos años, aunque no era muy perfecta, cuando comulgaba, ni más ni menos que si viera con los ojos corporales entrar en su posada al Señor, procuraba esforzar la fe, para que (como creía verdaderamente entraba este Señor en su pobre posada) desocupábase de todas las cosas exteriores cuanto le era posible y entrábase con él. Procuraba recoger los sentidos para que todos entendiesen tan gran bien; digo, no embarazasen al alma para conocerle. Considerábase a sus pies y lloraba con la Magdalena, ni más ni menos que si con los ojos corporales le viera en casa del fariseo; y aunque no sintiese devoción, la fe le decía que estaba bien allí” (CV 34,7).

 

b) Recogimiento pasivo: 

 

“Mire que le mira”. La representación interior de la fe es una actividad amorosa simple y sencilla. Por eso, partiendo de las palabras de Jesús en el Evangelio, advierte Teresa: “¿Pensáis que se está callando? Aunque no le oímos, bien habla al corazón... Mirad las palabras que dice aquella boca divina, que en la primera entenderéis luego el amor que os tiene, que no es pequeño bien y regalo del discípulo ver que su maestro le ama” (CV 24,5; 26,10).

De ahí que ella ponga todo el acento en la inmediatez de la mirada: “No os pido ahora que penséis en él ni que saquéis muchos conceptos ni hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más de que le miréis... Mirad que no está aguardando otra cosa sino que le miremos” (CV 26,1-3). “Tratad con él como con padre y como con hermano y como con señor y como con esposo; a veces de una manera, a veces de otra, que él os enseñará lo que habéis de hacer para contentarle” (CV 28,3). Y como “no es amigo de que nos quebremos las cabezas hablándole mucho” (CV 29,6), “se esté allí con él, acallado el entendimiento; si pudiere, ocuparle en que mire que le mira, y le acompañe y hable y pida y se humille y regale con él” (V 13,22).

 

Cuando en este trato amoroso el orante ya no es el que mira, sino el mirado, el que se deja penetrar por la mirada de Cristo, se produce entonces el momento contemplativo de la oración, de recogimiento pasivo.

 

Esta inversión en la mirada es propia de la experiencia mística: “Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar; era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándo-la, toda me turbó de ver-le tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros” (V 9,1), esto es, el “me amó y se entregó por mí” de San Pablo (Gal 2,20). Es la “advertencia amorosa simple y sencilla”, que dice San Juan de la Cruz, “como quien abre los ojos con advertencia de amor” (LB 3,33; 2S 13,4); la mirada del conocimiento intuitivo que da el amor y que simplifica la multitud de actos del conocimiento ordinario, lo que no significa empobrecimiento, sino una maravillosa concentración en lo esencial que pacifica el alma entera: “como acá si dos personas se quieren mucho y tienen buen entendimiento, aun sin señas parece que se entienden con sólo mirarse; esto debe ser aquí, que sin ver nosotros cómo, de hito en hito se miran estos dos amantes, como lo dice el Esposo a la Esposa en los Cantares” (V 27,10).

 

5. VIDA DE ORACIÓN

 

Este modo de oración no es sólo para practicarlo en determinados lugares y momentos del día, sino “aun en las mismas ocupaciones”; pues si la oración es la expresión del amor, y “el verdadero amante en toda parte ama y se acuerda del amado, ¡recia cosa sería que sólo en los rincones se pudiese traer oración!”: “no a los rincones, sino en mitad de las ocasiones” (CV 29,5; F 5,15-16).

 

El fin de la oración es estar con Dios, la unión con Cristo, para “traer consigo esa preciosa compañía” (V 12,2). Por tanto, “mientras pudiereis, no estéis sin tan buen amigo. Si os acostumbráis a traerle cabe vos, y él ve que lo hacéis con amor y que andáis procurando contentarle, no le podréis, como dicen, echar de vos; no os faltará para siempre; ayudaros ha en todos vuestros trabajos; tenerle heis en todas partes” (CV 26,1). “Entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor” (F 5,8). “Y en la misma enfermedad y ocasiones es la verdadera oración, cuando es alma que ama, en ofrecer aquello y acordarse por quién lo pasa y conformarse con ello y mil cosas que se ofrecen. Aquí ejercita el amor, que no es por fuerza que ha de haberla [oración] cuando hay tiempo de soledad, y lo demás no ser oración” (V 7,12).

 

Con este destino de la oración a la vida diaria, Teresa lee el texto evangélico de Marta y María equiparando la tarea de las dos hermanas, declarándolas a ambas indispensables y hasta concediendo a veces la primacía a Marta: “En esta oración puede también ser Marta” (V 17,4). “Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle siempre consigo” (7M 4,12; MC 7,3). Y dirigiéndose a sus monjas, es decir, a contemplativas, afirma: “Santa era Santa Marta, aunque no dicen que era contemplativa. Pues pensad que es esta congregación la casa de Santa Marta y que ha de haber de todo” (CV 17,5). Así, pues, “concluyo con que, quien lo quisiere adquirir [este modo de oración] (pues como digo, está en nuestra mano) no se canse de acostumbrarse a lo que queda dicho. Si pudiere, muchas veces en el día; si no, sea pocas. Como lo acostumbrare, saldrá con ganancia. Después que se lo dé el Señor, no lo trocaría por ningún tesoro” (CV 29,7).

 

6. DIFICULTADES DE LA ORACIÓN

 

a) El tiempo. 

 

Los que comienzan y pronto se cansan suelen decir que no tienen tiempo, como si la oración les quitase tiempo o les impidiese rendir en las tareas diarias. Inútil e injusto lamento que ni ellos mismos se creen, pues si sumáramos todas las migajas del tiempo que perdemos al cabo del día, veríamos que hay tiempo de sobra. No queremos estar solos: he ahí el miedo que encubre nuestra falta de interioridad.

 

Pero tampoco debe ser una preocupación obsesiva el tiempo que hay que asignar a la oración. Teresa, en sus tiempos difíciles y sin protección personal, habla de “la hora que tenía por mí de estar” (V 8,7), la hora que ella misma se había impuesto. No se arrepintió de esa metodología seria, pero tampoco canonizó el tiempo como fórmula de seguros resultados: “Y créanme que no es el largo tiempo el que aprovecha el alma en la oración, que, cuando le emplean tan bien en obras, gran ayuda es para que en muy poco espacio tenga mejor disposición para encender el amor que en muchas horas de consideración” (F 5,17), “que no se miden sus obras por el tiempo” (Cta a don Lorenzo de Cepeda, 2 enero 1577, 15). Eso sí, que sea relativamente largo y frecuente: “estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8,5), y “que ya, como cosa no mía tenga aquel tiempo, y piense me le pueden pedir por justicia cuando del todo no le quisiere dar” (CV 23,2).

 

b) Las distracciones. 

 

No es propiamente una dificultad de la oración, sino del orante. Pero quien deje la oración porque en ella se distrae, eso no es motivo convincente. Porque distraerse es normal, normalísimo, no es ninguna tragedia: se distrae el profesor mientras explica en clase y se le va el santo al cielo en cuanto introduce un paréntesis; se distrae el alumno en cuanto pasa una mosca; se distrae el amigo en la conversación más íntima. En fin, que no queramos ser tan devotos de no distraernos en la oración que resultemos exagerados y ridículos.

 

La propia Santa Teresa, después del matrimonio espiritual, ya a al final de sus días, seguía distrayéndose: “En eso de divertirme en el rezar el oficio divino, aunque tengo quizá harta culpa, quiero pensar es flaqueza de cabeza; y así lo piense vuestra merced, pues bien sabe el Señor que ya que rezamos, querríamos fuese muy bien. Hoy lo he confesado al padre maestro fray Domingo, y me dijo no haga caso de ello, y así lo suplico a vuestra merced, que lo tengo por mal incurable. Del que tiene vuestra merced de muelas me pesa mucho, porque tengo harta experiencia de cuan sentible dolor es” (Cta a Sancho Dávila, 9 octubre 1581, 4). Efectivamente, es inevitable, “es cosa forzosa y no os traiga inquietas y afligidas”, “no hagamos caso de estos pensamientos, y lo que hace la flaca imaginación y el natural y el demonio no pongamos la culpa al alma” (4M 1,13-14).

La distracción que hay que controlar es la del Espíritu, las inspiraciones no secundadas de hacer el bien, los pecados de omisión. Para las otras distracciones, el mejor remedio es naturalidad, imaginación y paciencia, pero nunca tragedias: “Hemos de pensar que no mira el Señor en estas cosas, que, aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son. Ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural mejor que nosotros mismos; y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en él y amarle. Esta determinación es la que quiere; estotro afligimiento que nos damos no sirve de más de inquietar el alma, y si había de estar inhábil para aprovechar una hora, que lo esté cuatro... Así que torno a avisar, y aunque lo diga muchas veces no va nada, que importa mucho que de sequedades ni de inquietudes y distraimiento en los pensamientos nadie se apriete ni aflija... Y así es bien, ni siempre dejar la oración (cuando hay gran distraimiento y turbación en el entendimiento), ni siempre atormentar al alma a lo que no puede. Otras cosas hay exteriores de obras de caridad y de lección; sirva entonces al cuerpo, por amor de Dios, porque otras veces muchas sirva él al alma” (cf. V 11,15-16; 22,11; 4M l,8ss).

 

c) La sequedad. 

 

Más que una dificultad es algo propio, constitutivo de la misma oración, que se juega siempre en la oscuridad de la fe. Atención, pues, cuando se argumenta la dificultad de la oración por la ausencia de emociones, porque a la oración no va uno a sentirse mejor, sino únicamente a estar-con-Él. La fidelidad a la cita se justifica por su presencia y su fidelidad, no por nuestras emociones: “Hase de notar mucho, y dígolo porque lo sé por experiencia, que el alma que en este camino de oración mental comienza a caminar con determinación, y puede acabar consigo de no hacer mucho caso, ni consolarse ni desconsolarse mucho porque falten estos gustos y ternura, que tiene andado gran parte del camino, porque va comenzado el edificio en firme fundamento” (V 11,13).

 

Entonces, “¿qué hará aquí el que ve que en muchos días no hay sino sequedad y disgusto y desabor?... Alegrarse y consolarse, pues sabe le contenta en aquello y su intento no ha de ser contentarse a sí, sino a Él” (V 11,10).

 

En términos parecidos tranquilizaba a su sobrina Teresita, novicia en San José de Ávila: “En lo que toca a las sequedades, paréceme que la trata ya nuestro Señor como a quien tiene por fuerte, pues la quiere probar para entender el amor que le tiene, si es también en la sequedad como en los gustos; téngalo por merced de Dios muy grande. Ninguna pena le dé, que no está en eso la perfección, sino en las virtudes... Y no piense que en viniendo una cosa al pensamiento luego es malo, aunque ello fuese cosa muy mala, que eso no es nada” (Cta a Teresita, 7 agosto 1580, 2-3).

En fin, que hacer caso de sequedades es señal de amor propio y falta de humildad: “¡Oh humildad, humildad! No sé qué tentación me tengo en este caso, que no puedo acabar de creer a quien tanto caso hace de estas sequedades, sino que es un poco de falta de ella” (3M 1,7; V 39,15).

 

d) La eficacia.

 

También aquí hay que decir que la veracidad y la eficacia de la oración no se justifican por los efectos inmediatos de la subjetividad, sino por la capacidad de transformar una vida, “de que nazcan siempre obras” (7M 4,6), pues “en los efectos y obras de después se conocen estas verdades de oración, que no hay mejor crisol para probarse” (4M 2,8). “Yo no desearía otra oración -concluye Teresa- sino la que me hiciese crecer las virtudes”, puesto que “en estas cosas interiores de espíritu, la que más acepta y acertada es, es la que deja mejores dejos; llamo dejos confirmados con obras; que ésta es la verdadera oración, y no unos gustos para nuestro gusto no más” (Cta a Gracián, 23 octubre 1576, 7-8).

 

La eficacia de la oración hay que verla, pues, en el orante: “Mientras fueren mejores, más agradables serán sus alabanzas al Señor y más aprovechará su oración a los prójimos” (7M 4,15). “Cada día voy entendiendo más el fruto de la oración y lo que debe ser delante de Dios un alma que por sola su honra pide remedio para otras” (Cta al P. Gracián, 13 diciembre 1576, 5).

 

En efecto, si quien pide la salud para un enfermo se convierte en solícito acompañante de ese enfermo, su oración ha sido eficaz; si quien pide pan para el hambriento logra compartir su pan con él, esa oración ha sido eficaz; si quien pide la paz para el mundo se convierte él mismo en pacificador, su oración ha sido eficaz, aunque continúen las guerras y violencias. Dios es Amor (Jn 4,8.16) y nada más (no es más que amor), de manera que no puede dar otra cosa distinta de sí mismo que no sea su Amor, su Espíritu Santo (cf. Lc 11, 11-13).

 

Autor: Salvador Ros García, ocd

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