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Sea bendito por siempre, que tanto me esperó - Carta a la Familia Carmelitana


Carta del Prior General O. Carm., R.P Fernando Millán y del General O.C.D., R.P. Saverio Cannistrà, con motivo del Jubileo de la misericordia

A las hermanas y hermanos de la familia del Carmelo,

¡Paz!

El pasado 11 de junio, acompañados de nuestros respectivos consejeros y definidores generales, hemos atravesado juntos la Puerta Santa.

De la mano de la Madre de la Misericordia, bajo la dulzura de la mirada de nuestra Hermana y Señora, la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, también nosotros hemos realizado una peregrinación significando, así, nuestro compromiso y sacrificio en vistas a alcanzar la meta de la misericordia, nuestro deseo de convertirnos para poder ser misericordiosos como el Padre lo es con nosotros (cf. Misericordiae Vultus –MV- 14).

Hemos entrado en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, como en un santuario de la misericordia, para encontrarnos con la Misericordia hecha carne, deseosos de participar íntimamente, como María Virgen, en el misterio del amor divino: Jesucristo (cf. MV 24).

Con ella, hemos cantado al atravesar la Puerta Santa la misericordia del Señor que, en la vida de nuestra familia, se extiende y es tangible “de generación en generación” (Lc 1,50; cf. MV 24). Llamados a vivir “en obsequio de Jesucristo, sirviéndole lealmente con corazón puro y buena conciencia” (Regla, 2), cumplimos con tanta mayor fidelidad nuestra vocación en la medida en la que le conocemos, profundizamos en su misterio ¡Quién mejor que nuestra Hermana y Señora puede ayudarnos a cumplir esa hermosa tarea!, ella que “custodió en su corazón la divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús” (MV 24).

“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre” (MV 1), de modo que si queremos realmente ser signo eficaz del obrar de la Trinidad misericordiosa en el mundo (cf. MV 2-3), es absolutamente necesario que nos detengamos a contemplarle, que crezcamos en el conocimiento de Cristo Jesús para poder “percibir el amor de la Santísima Trinidad” (MV 8). Vivir el jubileo de la misericordia, antes que empeñarse en tareas y actividades a favor de los otros, exige fijar la mirada en Aquél que hace visible y tangible el amor de Dios (cf. ib.). Solo mirándole y meditando sus gestos y sus palabras podremos disponernos a darnos gratuitamente a los otros, a realizar en su nombre signos de misericordia y compasión con todos. Ese es el ejemplo que nos han dado nuestros santos, que nos han precedido en el ascenso a la Santa Montaña del Carmelo: conocer a Cristo para hacerle conocer y amar.

En esta carta queremos invitaros, por tanto a contemplar a Cristo pues, apoyados en la Santísima Virgen, que no aparta de nosotros sus ojos misericordiosos, y en el testimonio de algunos de nuestros santos. Queremos que ellos nos ayuden a convertirnos para ser apóstoles del Dios que derrama sobre nuestra Orden, la Iglesia y el mundo la misericordia que él ha usado y desea seguir usando con todos.

Con santa María Magdalena de Pazzi –de quien celebramos este año el 450º aniversario del nacimiento- aprendemos a concebir la misericordia como un atributo divino, sinónimo de paz y reconciliación. Dios ha hecho todo con un gran orden, pero también con una grandísima misericordia, la cual procede del grande y desmedido Amor que tiene hacia sus criaturas. La vive en toda su dimensión, al punto de no poder expresarla con palabras (cf. Los cuarenta días).

Con todo, es en la Encarnación del Verbo donde la misericordia divina se manifiesta de modo definitivo. Ella, cuyo apellido religioso fue “del Verbo Encarnado”, comprende que en el seno de María, la Madre de la Misericordia, Dios ha sellado la paz definitiva con el género humano.

En Cristo, para santa María Magdalena, se condensa toda la misericordia divina, perceptible en cada uno de sus gestos y palabras: Él perdona incluso el abandono de los discípulos en el Huerto de los Olivos que, dormidos, le dejan solo en medio de su atroz agonía, incapaces de acompañarle siquiera con su oración.

Al inclinar su cabeza en la cruz (cf. Jn 19,30), Jesús, unido al Padre, ha extendido ese perdón a toda la humanidad, realizando el acto supremo de misericordia: “El perdón supremo ofrecido a quien lo ha crucificado nos muestra hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios” (MV 24). Pero su obra misericordiosa no termina ahí. Para santa María Magdalena el amor de Cristo continúa dándose a conocer: “Después de subir al cielo, a la derecha de su Eterno Padre, Jesús nos sigue manifestando de día en día su misericordia, la cual, desde nuestros tiempos hasta el día del Juicio, usará con todas sus criaturas y más grandemente nos demuestra esta virtud de la misericordia soportando tantos pecadores y tantas ofensas que se le hacen” (Los cuarenta días; cf. Los coloquios, 2).

San Juan de la Cruz nos permite profundizar y entender aún más la dimensión personal de la misericordia divina, que no consiste solamente en apartar la vista de nuestros defectos. Por su misericordia, el Padre nos hace crecer, nos levanta, invitándonos a hacer lo mismo con los otros: “Tú Señor, vuelves con alegría y amor a levantar al que te ofende, y yo no vuelvo a levantar y honrar al que me enoja a mí” (Dichos de Luz y Amor, 46). Este levantarnos consiste en elevarnos a la comunión más íntima con él, como canta la Oración de alma enamorada, que puede justamente ser llamada oración de la misericordia: “No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero; por eso me holgaré en que no te tardarás si yo espero (ib, 26).

Habitando en nosotros, nos embellece con obras dignas de sí mismo, nos permite compartir sus atributos (cf. Llama de amor viva B, 3,6). Ello siempre a través del camino de la contemplación que nos conduce a la unión con Dios, penetrando en la insondable mina de tesoros que es Cristo (cf. Cántico Espiritual B, 37,4).

Y es que Dios, para Juan de la Cruz, quiere ser nuestro, darse a nosotros (cf. Llama de amor viva B, 3,6), ese es el sentido profundo de su misericordia: “¡Oh cosa digna de toda acepción y gozo, quedar Dios preso en un cabello! La causa de esta prisión tan preciosa es el haber Dios querido pararse a mirar el vuelo del cabello. La causa de esta prisión tan preciosa es el haber Dios querido pararse a mirar el vuelo del cabello, como dicen los versos antecedentes; porque, como habemos dicho, el mirar de Dios es amar; porque, si él por su gran misericordia no nos mirara y amara primero, como dice san Juan (1 Jn 4, 10), y se abajara, ninguna presa hiciera en él el vuelo del cabello de nuestro bajo amor, porque no tenia él tan alto vuelo que llegase a prender a esta divina ave de las alturas; mas porque ella se bajó a mirarnos y a provocar el vuelo y levantarlo de nuestro amor, dándole valor y fuerza para ello, por eso él mismo se prendó en el vuelo del cabello, esto es, él mismo se pagó y se agradó, por lo cual se prendó. Y eso quiere decir: Mirástele en mi cuello, y en él preso quedaste. Porque cosa muy creíble es que el ave de bajo vuelo pueda prendar al águila real muy subida, si ella se viene a lo bajo queriendo ser presa” (Cántico Espiritual B, 31,8).

Así la ha comprendido también, y de ella ha hecho experiencia personal, santa Teresa del Niño Jesús: “He aquí, en verdad, el misterio de mi vocación, de toda mi vida […], de los privilegios que Jesús ha dispensado a mi alma […], Él no llama a los que son dignos, sino a los que le place, o como dice San Pablo: Dios tiene compasión de quien quiere y usa de misericordia con quien quiere ser misericordioso. No es, pues, obra del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia” (Ms A 2rº).

Él es la gallina que quiere acoger misericordiosamente a sus polluelos bajo las alas (cf. Últimas conversaciones, 7 de junio, 1). El mundo no entiende su ternura, la rechaza, por eso Teresa se lanza decidida –a contracorriente de su tiempo- en brazos del amor misericordioso, al que se ofrece como víctima, para que Él no deba “reprimir las oleadas de infinita ternura” que desea derramar sobre la humanidad (cf. Ms A 84rº).

“A mí –confiesa en su autobiografía- [Dios] me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! Entonces todas se me presentan radiantes de amor, incluso la justicia […] ¡Qué dulce alegría pensar que el Buen Dios es Justo!, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra alma” (ib. 83vº-84rº).

No habla Teresa apoyada en la ciencia o el conocimiento humano ¡Narra su propia experiencia! La experiencia de un Amor que se abaja a lo más pobre del corazón humano, que lo sana y lo levanta sin tener en cuenta ni sus miserias ni sus delitos. Amor que ella se empeñará en dar a conocer, sentándose incluso en la mesa de los alejados, de los no creyentes (cf. Ms C 6rº), haciéndonos comprender una vez más que solo quien experimenta la Misericordia que es Cristo puede ser misericordioso como el Padre.

Así se nos muestra el Beato Tito Brandsma. Para él, la experiencia de Dios no es el privilegio de una élite espiritual: todos están llamados a gozar de la comunión y la unión íntima con el Dios misericordioso. Él se da sin medida y solo espera la acogida del corazón humano, adaptándose a nuestras condiciones concretas, sin rechazar nada de nuestra naturaleza asumiendo incluso el pecado para redimirnos y exaltarnos, como nos ha mostrado en la Encarnación. Es necesario crecer cada día en la comprensión de este Misterio para poder adorarlo no solo en nuestro interior, sino en todo lo que existe y, principalmente, en el prójimo, a cuyo servicio hemos de ponernos en las realidades concretas.

Tito da ejemplo de ello con su propia vida: a pesar de ser llamado a desempeñar importantes cargos, nada fue más primordial para él que prestar atención a los que necesitaban ayuda, a través del diálogo, la capacidad de reconciliación y la dedicación pastoral, entendida como deseo de llevar a Cristo a los más necesitados.

Su solidaridad con el pueblo judío cuando el gobierno de ocupación alemán estableció en Holanda las medidas antisemitas, se funda en su amor a la misericordia y a la justicia. Sin temer las consecuencias, se pone del lado de los desesperados, quiere dar voz a aquellos a quienes les ha sido arrebatada, defiende igualmente la libertad de la prensa católica frente a las imposiciones totalitaristas del nazismo.

Ello termina por conducirle a él también a los campos de concentración, donde sufre, sí, padecimientos y humillaciones, pero donde continúa también siendo apóstol de compasión y reconciliación: compartiendo la escasa ración con otros, animando a todos, escuchando confesiones ¡Incluso de alguno de sus guardianes!

Al final de su vida, imitando a Jesús misericordioso que perdona a sus enemigos en la cruz, Tito fue rostro de misericordia incluso para con la enfermera que acabó con su vida, como ella misma confesó años más tarde en su declaración bajo secreto, regalándole su rosario antes de morir.

Hermanas y hermanos: apoyados en estos –y en tantos otros- testigos de nuestra familia, podemos aventurarnos a cruzar con gozo la Puerta Santa de este año jubilar. Sigamos con ánimo sus huellas, aumentemos nuestra comunión con Cristo, acrecentemos nuestro amor hacia Él y confesemos cada día el Amor que nos tiene ¡Hagámosle conocer y amar! Ese es el modo en el que en la familia del Carmelo debe vivirse la misericordia, particularmente en un año tan especial como este.

Sí, con nuestra Hermana y Madre Teresa de Jesús también nosotros queremos decir ¡Sea bendito por siempre, el que tanto nos espera! Hemos aprendido con ella a contar a todos cuánto es bueno y grande el Señor.

Cuando, describiendo el misterio del don total de Dios a la persona en las Séptimas Moradas, su pluma se detiene ante el abismo de lo inefable, de lo que no se puede contar, es su deseo de narrar a todos la bondad de Dios lo que la empuja a dar el salto y continuar escribiendo.

Y ello para decirnos que no hay otro modo de ser espirituales de veras que alegrando al Padre y siendo esclavos de Cristo, lo que lograremos en la medida en que alegremos a los demás y nos convirtamos en sus servidores, haciendo patente nuestro amor a Dios y a los hermanos a través de las obras (cf. Moradas del Castillo interior, 7, 4).

Dios quiera que, por la intercesión de Nuestra Hermana la Bienaventurada Virgen del Monte Carmelo y la de su Esposo San José, nuestro Padre y Señor, el corazón de la familia del Carmen siga ardiendo en el fuego del conocimiento y amor a Cristo Jesús, para que así quienes la constituimos, empujados por el Santo Espíritu, seamos apóstoles de la Trinidad misericordiosa, comunicándola a todos a través de obras y palabras.

Vuestros hermanos:

Fr. Fernando Millán, O.Carm., Prior General

Fr. Saverio Cannistrà, O.C.D, General

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